martes, 4 de noviembre de 2008

TOMANDO ALMAS (PARTE I)

Hace tres meses llegue a Talk Oaks con mis padres. Nos mudamos porque en el vecindario anterior se había inmiscuido la delincuencia y mi madre estaba aterrada, no vivía tranquila y siendo sincera yo tampoco. No me atrevía a salir a la calle luego de que el vecino de enfrente fuese secuestrado y hallado muerto una semana después.

T. Oaks era un lugar muy tranquilo y la vida allí fue de maravilla los primeros dos meses, hasta que el ciclo escolar terminó e iniciaron las vacaciones. Unas semanas bastaron para que me acostumbrara a dormir por el día y estar despierta de noche. Mi desorden de sueño irritó mucho a mi madre, quien luego tomó la maldita manía de despertarme a las 7 de la mañana y no permitirme dormir durante el resto del día. Empecé a sufrir de insomnio, sólo lograba dormir dos horas diarias. Este problema me empezó a afectar en lo neurológico, empecé con temblor en las manos, distorsión de la vista, pero lo que sería más grave era la irritabilidad. Me molestaba escuchar la voz de mi madre, de mi padre, de los niños riendo y gritando en la calle, los incesantes ladridos de Sancho, mi perro; me molestaba el puto zancudo que volaba cerca de mi oído derecho. La impotencia de no poder dormir estaba acabando con mi cordura y racionabilidad. Gradualmente empecé a tornarme violenta, quebraba objetos en mi habitación, cerraba con rabia y extrema fuerza cada puerta, acuchillaba almohadas de plumas. Ya no soportaba ver y menos platicar con nadie, la paz se había marchado por completo de mi vida. Conseguí un frasco de pastillas para dormir y comenzaban a dar resultado, estaba poco más tranquila y podía dormir más. Mi madre las encontró en la mesa de noche de mi habitación y se alarmó, me regañó por tomar esas “porquerías”, las agarró y delante de mí las tiró por el inodoro. En ese instante sentí como si algo ardiera dentro de mí, quise empujarla o pegarle y decirle que no se metiera con mis cosas pero me contuve. La tranquilidad de nuevo había escapado de mi alma. Me desesperó el hecho de no poder dormir sin las pastillas, probé con un poco de whisky pero no funcionó como esperaba.

A las cuatro de la madrugada de un día martes, logré dormir tranquilamente. Para desgracia mía y de muchos no duró tanto. A las 7 de la mañana estaba allí, una mano tocando mi hombro cubierto por el edredón, era ella de nuevo, a quien yo culpaba por mi desorden. Escuchar su voz fue como recibir un martillazo en la cabeza. Me desperté, nuevamente me contuve y desayuné. Mientras comía sabía que no podía más con tanta rabia, ya era el límite. Me temí porque no sabía lo que podría llegar a hacer en estado de desesperación y furia. Salí al jardín frontal con un té de tilo para intentar relajarme bajo los rayos del sol. Cerré mis ojos y comencé a imaginarme en un mundo diferente, sola yo durmiendo al lado de una cascada de agua tibia, rodeada de flores aromáticas. El paraíso mental que estaba recreando se convirtió en el mismo averno cuando un niñito de aproximadamente 7 años con cara traviesa y sonrisa burlona lanzó su pelota hacia mí. Certera puntería tuvo el pequeño desgraciado al impactarme justo en el rostro. Seguido vi a cuatro niños más que salían detrás de árboles y autos para reírse de mí. En ese momento sólo lancé de regreso la pelota sin intentar lastimarlos. Regresé a mi habitación a intentar escribir algo, pero lo único que logré fue crear bocetos de niños asesinados brutalmente. Parte de mí se aterrorizaba pero la otra lo consideraba justo. Esa noche llegó el diablo al vecindario.

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