miércoles, 5 de noviembre de 2008

TOMANDO ALMAS (PARTE II)

Eran las 10 de la mañana y los niños regresaban de la cancha de fútbol a sus casas. Me escondí detrás de un árbol, esperé justo cuando el diablillo que me lanzó la pelota pasó delante de mí y lo alcancé. Le hablé con tono amable le dije que lo acompañaría a su casa, él intentó creerme pero yo percibía que me temía. Cuando pasábamos por el lugar más apartado y silencioso, puse un pañuelo con en su nariz hasta que se desmayó. Lo cargué y lo llevé a una casa abandonada que estaba muy distante de las demás, nadie pasaba por allí. Antes que despertara lo até a una mesa apolillada y lo amordacé. Al despertar lo primero que vio fue mi rostro, el cual reflejaba al mismo demonio. Empezó a llorar, trataba de gritar y se movía como un asqueroso gusano que se parte por la mitad. Tomé una pelota de baloncesto y la reboté vigorosamente sobre su rostro hasta que su nariz se fracturó y la sangre brotaba incontrolablemente. Al ver sus deditos que se movían sigilosamente me vino una idea, tomé un alicate y apreté con fuerza su dedo pulgar hasta que se fracturó y pude ver su hueso en medio del viscoso líquido carmesí. Tomé una rasuradora y removí todo su negro cabello, con la misma navaja hice cortes por todo su pequeño cuerpo. Lo golpeé con saña. Sentía una enorme satisfacción al lastimarlo de forma brutal, sentía que yo no estaba en control de mi cuerpo, sentía que algo actuaba a través de mí. No tenía remordimientos en ese momento. El tiempo pasó y la vida se marcho de su cuerpo como la paz de mi vida. Tomé su cuerpo lo guardé en un cajón de acero. Limpié exhaustivamente cada mancha de sangre del lugar, me cambié de ropa y me marche. Regresé tranquila a mi casa, subí a mi recámara y dormí por nueve horas. Al recordé lo que hice y no pude evitar llorar, no comprendí como había llegado a tanto. Me aterré de mi misma, sentía sobre mi cuerpo el olor a sangre y temor del niño. No podía sacar esas imágenes de mi mente, pero a los minutos sentí la paz que no experimentaba desde hacía varios meses.

Al llegar la noche mi madre llegó aterrada y me contó que un niño había desaparecido y nadie había visto nada. Me comentó que dos policías la habían interrogado y que querían hablar conmigo. Bajé con temor, pero estando frente de ellos actué con tal descaro, como si en realidad la noticia me afectara y no supiera nada de lo ocurrido.

Pasaron dos semanas desde que asesiné a ese niño para que cometiera un nuevo crimen. No fue porque yo quisiera, era más bien la búsqueda de paz que me orillaba a matar. Para evitar levantar sospechas me trasladé en mi vehículo hacia la ciudad contigua. Esperé que anocheciera para atacar. Estaba convencida en que ahora la víctima debería ser muy diferente para evitar vinculaciones. Esto no lo pensaba yo, sino mí otro yo, el mal que en mí habitaba. En un callejón apartado caminaba una mujer negra un tanto ebria, reía sola como si estuviese loca. Su felicidad me causó envidia, fue allí cuando supe que ella era la siguiente. Me acerqué y le pregunté sobre algún buen bar por el lugar, ella me lo indicó con voz tropezada a causa del alcohol. Justo cuando rió enfrente de mí no soporté más y la sujeté con fuerza en la boca, la lancé al piso y la apuñalé cuatro veces en el abdomen, por último la degollé. De nuevo experimenté la misma sensación, satisfacción al principio, terror después y finalmente “paz”. Insisto en que no era precisamente yo quien asesinaba, pues yo no tenía tanta fuerza física y menos las agallas para herir a un ser humano.

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